Un conejo alemán cruza la carretera. Está por cruzar. Avanza. Un neumático americano de un coche japonés lo destripa. Adiós conejo, adiós. En el asfalto la figura cambia en segundos, se achata, se expande, se graba en el pavimento con el paso de otros coches y camiones.
Bernhard conducía, cuando vio al conejo mirarlo a los ojos; evitó una maniobra brusca, por eso del mal menor. Se molestó consigo y con el conejo cuando sintió la vibración debajo del NISSAN gris, modelo del año anterior.
Quince minutos, veinte kilómetros después; Bernhard carga combustible, contempla los surcos de caucho rebosantes de piel y viscosidades. Imagina cómo quedaría un neumático gigante si él, Bernhard, fuera el atropellado en la ruta; de pronto se ve con dos orejas de conejo, cruzando a saltitos. Ríe al pagar el gas. Gran parte del rostro y cuello del empleado de la gasolinera están cubiertos por una peluda mancha morada. El muchacho supone que la risa de su cliente es una burla; se queda con diez euros del cambio.
Bernhard no saca cuentas ni repara en la mancha. Sigue pensando en sí mismo saltando, con orejas de conejo marrón, y así quedan los dos, tan contentos.
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