lunes, octubre 18, 2004

IV

Es un gallo,
un gallo de metal oxidado en medio de las tormentas eléctricas.
Todo se sacude
y siente una cosa cada minuto
otra distinta al siguiente.

Octubre



Tengo treinta y tantos años
Héctor también,
pero Héctor murió
esta mañana.
Fue el primero de los contemporáneos en partir.
No fue un tren, ni un automóvil,
ni exceso de drogas, ni un corazón débil;
hubo un cáncer actual, contagioso.
Ya no está aquí.
Sabíamos que sucedería,
también él,
incluso lo supo antes que nosotros.
Cosas que se sienten,
cosas que pasan.
Creí comprender la dinámica de las ausencias cuando mis padres murieron,
igual duele
quiero decir,
ha sido lo mejor,
Héctor flotaba dentro de un cuerpo descompuesto,
olía a jugos podridos.
Un monstruo celular devoraba lo suficiente como para no matarlo del todo
pero Héctor hoy tuvo la suerte que le faltó en años
y murió.
Sí, ha sido lo mejor, debe serlo.
En la calle he visto un libro, una novedad literaria en las vidrieras de “La cueva del lector” y sobrevino el impuslo de llamarlo y contarle,
pero Héctor ya no está ni estará,
al menos no de la forma que necesito.
Necesito.
Mala señal.
Uno de esos enfoques erróneos de los que cuesta salir.
No soy el de antes, llevo tiempo transitando una vida nueva
pensar lo que alguna vez fui
ya no me entristece.
Seguramente he malgastado lustros para llegar hasta aquí.
Lustros.
Los veo como una digna suciedad de sucesivos partos,
hay una luz, eso lo sé
y una hondura reveladora
si esto se olvida todo se derrumba sin importar lo sólido que parezca,
como un viejo edificio,
si se dinamitan determinados cimientos, es cuestión de instantes para que se vuelva escombros,
piedras y fantasmas.
Héctor tardó más que un edificio
pero él no cayó,
se fue, es muy distinto.
Acaba de morir, dos semanas después de cumplir años,
es delicado comprar un regalo para un moribundo.

Le pregunté si deseaba algo en particular,
me pareció lo más sensato.
Pidió una agenda.
Una agenda, asentí.
Le llevé la más grande para que pudiera escribir en la cama del hospital sin dificultad,
recogí una y otra vez la lapicera del suelo como si nada. Escribía, escribía, escribía.
Necesito una agenda, dijo.
Necesito.
Y ahora que el viento acaricia la cortina de mi ventana
y que el frío se hace menos leve y la luz cambia,
ahora que yo también escribo y se vuelan las hojas del escritorio; no me preocupo
porque sé que en el futuro sabremos hacer mejor las cosas.



Qué esperabas de un título

¿Una invitación a la lectura?
¿Una palabra desprendida que se justifique con el correr de las otras?
Esperabas tal vez precisamente eso:
un título, un encabezado que tranquilice,
un cartel en la ruta, una señal que DEBE estar allí,
arriba.
Yo también espero. Por ejemplo, últimamente sucede algo extraño en mi cama doble,
dormito unos minutos, he calculado quince
poco más, poco menos
entonces irrumpe
una pequeña arritmia, un sobresalto más grave que el pequeño vértigo que a todos sobreviene en el ensueño,
no, esto es una pequeña emoción, un susto,
como despertar en el momento justo de dar el paso con el que se deja de hacer pie en el mar, así me siento y abro la boca como un sapo, o un pez japonés
y quedo en ese estado unos minutos, sin forzar nada, pidiendo al cuerpo que lo haga por mí si quiere, si lo necesita;
que se detenga,
que se intensifiquen más los latidos, que no me asustaré ni intervendré,
sólo me aferraré un poco a las sábanas, como en un despegue.
Lo dejo librado al albedrío de mis vísceras,
incluso he llegado a suplicárselo en estas horas,
que lo hagas cuerpo mío, que se termine, vamos, hazlo.
POR FAVOR.
Hazlo, vámonos.
Pero no es un despegue, es un aterrizaje y termino con los ojos quietos en el techo
respirando por la boca
como un sapo o un pez japonés
ahí está, lo sé, la próxima vez que escriba esto, ese será el título

“como un sapo, o un pez japonés”.

Valores

A la señorita Juliana Palermo Valdemar
El Pedroso, Sevilla

Querida Juli mía
Tienes, amor
mío, unas manos
tan bonitas, tan
diminutas, chiquilla
que son un primor
y que me gustan con pasión.


La letra es cursiva,
el fondo sepia
y está fechada en 1911, en septiembre de 1911.
En el frente de la postal se ve una fachada
MADRID – PALACIO DE CRISTAL DEL RETIRO.
La compré en la XVI Feria del Libro Viejo y Antiguo,
pagué dos euros por ella.

Días después
cuando todo se había terminado de hundir
compré un abrigo usado en el Rastro,
un sobretodo gris a veinte euros, no lo dudé.

Hoy mismo, acodado en la barra de un bar, por siete euros bebí tres cervezas más una tostada gratinada con cuatro quesos.
Pienso que las cosas están trastocadas,
todas las cosas,
los valores digo;
también pienso que es demasiado tarde
y que será imposible encontrar un orden,
un mínimo orden que seguramente ya estaba perdido en 1911
pero
tienes, amor
mío, unas manos
tan bonitas
tan diminutas, chiquilla.